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martes, 18 de mayo de 2010

LA LEY Y EL SÁBADO

Antes de que podamos considerar el sábado en relación con la ley de Dios, debemos recordar que Dios no dio jamás la ley como un medio de salvación (Rom. 3:28; Gál. 2:16). Ese fue el error de los judíos. El error del antiguo pacto, que desembocó en el fracaso más miserable (Rom. 9:30-33; Heb. 8: 7-11). Por lo tanto, cualquiera que guarde el sábado de Dios a fin de ser salvo, está repitiendo el error de los judíos y está pervirtiendo el propósito mismo del reposo del sábado. Cuando hacemos de la observancia del sábado un requisito para la salvación, no estamos en absoluto entrando en su reposo. No estamos conmemorando una salvación perfecta y completa. En lugar de eso, estamos convirtiendo el sábado exactamente en lo opuesto a aquello para lo que lo instituyó Dios. Lo estamos convirtiendo en un medio de salvación por las obras. Una tal observancia del sábado carece por completo de sentido.

¿Cómo, pues, guardará el sábado un cristiano que ha sido salvo por la gracia, por medio de la fe?

El Nuevo Testamento, especialmente el apóstol Pablo, enseña claramente que Dios no dio nunca su ley como un medio de salvación. De hecho, antes que Dios diese a los judíos su ley, en el monte Sinaí, les declaró: "Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de tierra de Egipto, de casa de servidumbre" (Éx. 20:2). Primeramente, Dios redimió a Israel, y después, dio su ley a los israelitas. Moisés aplicó específicamente ese principio a la observancia del sábado (Deut. 5:15). Sin embargo, aunque Dios no nos dio la ley como un medio de salvación, ciertamente quiere que consideremos su ley como la norma para la vida cristiana (Rom. 13:8-10; Gál. 5:13, 14; 1 Juan 5:1-3; 2 Juan 6).

La verdadera motivación para guardar la ley, dijo Jesús, es el amor (Mat. 22:36-40; Juan 14:15). El Antiguo Testamento concuerda con ello (Deut. 6:5; Lev. 19:18). Sin embargo, no está en nuestra mano el generar ese amor a partir de nuestras propias naturalezas pecaminosas puesto que se trata del amor agape, el amor que sacrifica el yo, un amor que solamente se origina en Dios. Por lo tanto, Dios nos da ese amor como su don a nosotros, mediante el Espíritu Santo (1 Cor. 12:31; 13:13; Rom. 5:5). Dios no nos da ese amor con el fin principal de que fluya hacia Él, lo que haría que Dios mismo fuese "egoísta", sino que nos da ese amor desprovisto de egoísmo a fin de que podamos reflejarlo hacia otros como evidencia del poder salvador del evangelio sobre el yo (Juan 13:34, 35; Rom. 5:5; 2 Cor. 5:14, 15). Eso es lo que significa tener la ley escrita en nuestros corazones (Heb. 8:10).

Los primeros cuatro, de entre los diez Mandamientos de Dios, tienen que ver con nuestra relación con Él; los últimos seis se refieren a la relación con nuestro prójimo. Puesto que el amor (agape) "no busca lo suyo" (1 Cor. 13:5), ¿cómo obedeceremos los primeros cuatro mandamientos en armonía con el carácter de Dios, desprovisto de egoísmo? Recordando que la única forma en la que podemos obedecer es mediante la fe. Sólo podemos obedecer los primeros cuatro mandamientos por la fe, viviendo la experiencia del nuevo nacimiento, y con esa experiencia viene el don del amor, que nos capacita para guardar los últimos seis mandamientos (amor hacia nuestro prójimo).

El Nuevo Testamento tiene poco que decir sobre nuestra obediencia a los cuatro primeros mandamientos, puesto que todo cuanto Dios pide de nosotros, en lo referente a nuestra relación con él, es fe (Juan 6:28, 29; Heb. 11:6; 1 Juan 3:23). Espera de nosotros que ejerzamos esa fe motivada por la apreciación profunda de su supremo don de amor, encarnado en Jesucristo (Gál. 5:6). De forma que la única forma en que podemos obedecer el cuarto mandamiento es por la fe: entrando por la fe en el reposo de Dios. En ese contexto, el sábado demuestra ser el sello de la justicia por la fe.

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